No deja de ser curioso cómo una de las instituciones propias de una sociedad abierta, como es la empresa privada adolece de serias carencias en algo tan básico y que ya casi no es discutido hoy en la sociedad en general como es la libertad de expresión. Y no tanto porque existan mecanismos formales coercitivos -es decir, sanciones laborales- para impedir que el empleado exprese libremente lo que piensa, como por el hecho de que generalmente no está bien visto hacerlo.
Realmente, el no estar bien visto no es sólo por la cúpula del poder en la empresa (que en algunos casos son incluso los más tolerantes) sino también por los niveles directivos, mandos intermedios y soldados rasos. De igual manera, lo sufre cualquier individuo susceptible de expresarse en público por cualesquiera los medios que tenga a su alcance (su voz, su blog, el tablón de anuncios, …), con la única excepción, ahora sí, de la cúspide de la pirámide, que puede hacer y decir lo que le venga en gana (que para eso es el dueño).
Esta tiranía de la opinión colectiva fue denunciada por John Stuart Mill en su ensayo Sobre la Libertad:
La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma.
Y es cierto, si despiden a alguien por mantener en público una opinión contraria a la de su jefe, o a la de la mayoría de sus compañeros, es un caso ganado en la Magistratura de Trabajo. Sin embargo no hay apelación posible una vez que el Tribunal de la Opinión colectiva, reunido en torno a la máquina de café, ha fallado en nuestra contra convirtiéndonos en reos de sedeción.
No obstante, para esta entrada me interesa centrarme en la postura del Management (incluyendo aquí tanto a directivos como mandos intermedios) cuando los empleados (incluyendo aquí a todos, los anteriores también) dicen lo que piensan, aunque sea políticamente incorrecto.
Hay generalmente dos argumentos para oponerse a la libre expresión en la empresa:
1.- Lo que se dice se considera que es falso, erróneo o incompleto.
2.- Lo que se dice, puede sembrar dudas en los demás, o incluso generar crispación.
En ambos argumentos hay un afán de bienintencionada protección – nosotros, los managers sabemos lo que os conviene oir y vosotros, pueblo llano no tenéis criterio propio para discernir lo cierto de lo falso, lo correcto de lo erróneo- y una presunción de superioridad moral -no tenéis toda la información, conocimiento y experiencia que nosotros, los managers poseemos y por eso debemos filtrar la información que recibís.
Y es que, aunque intuitivamente nos parezca que el perjudicado es el sujeto de la acción, quien no puede -no debe- decir lo que piensa en público, los perjudicados son todos aquellos a los que se priva de escuchar lo que aquél tiene que decir. La opinión no es un bien personal que sólo tiene valor para su dueño porque, en palabras de J.S. Mill:
Si la opinión es verdadera se les priva [a los demás] de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error.
Me detendré en la segunda rama del argumento, dado que la primera resulta bastante obvia. El oponer una visión contraria a la “verdad oficial” obliga al ejercicio intelectual de explicarla y razonarla. Es decir, ya no vale con decir “estoy es lo que hay”, “son lentejas”, “esto viene de arriba” o “así es la vida” y esperar a que todos lo adopten como dogma de fe o, más probablemente, con resignación. Si alguien expone una opinión diferente, hay que contestarle y hay que mostrar el por qué y el para qué, hay que tratar de convencer superando la tentación de vencer (porque soy más poderoso). Y si no convencemos, al menos habremos dados motivos y razones que se pueden comprender aunque no compartir. Habremos tratados a las personas como seres pensantes y no como autómatas que reciben instrucciones sin cuestionarlas. Al mismo portador de la “verdad oficial” le beneficia este ejercicio de reflexión con el que su propia visión queda más enriquecida y reforzada. También él habrá crecido como persona.
Al mismo tiempo, se le da la oportunidad a la “verdad oficial” de desenvolver sus argumentos y contraargumentar la visiones opuestas. De otra manera, las opiniones contrarias seguirán expresándose en la clandestinidad de los pasillos o a la sombra de la máquina de café y nunca serán rebatidas, antes bien, típicamente entrarán en un proceso de realimentación negativa que al final resulta en la atribución a los jefes (a la empresa, se diría) de los intereses más oscuros y peregrinos. Por otro lado, quienes defienden la “verdad oficial”, al no tener la obligación de explicarla, razonarla y exponer en profundidad su justificación, caerán en un letargo intelectual y terminarán creyendo que no sólo no es necesario dar razones a los demás sino ni siquiera a uno mismo. Quedarán empobrecidos como personas.
Quien pierde pues son ambos grupos que, incomunicados unos de otros, se quedarán cada uno con su visión parcial y distorsionada. Porque sin libertad de expresión en las empresas los managers con nuestro poder formal venceremos, pero convenceremos como dijo el escritor.
¡Buen comentario!.
Por muy políticamente incorrecto que sea, suscribo su contenido.
Los derechos que tenemos en la sociedad civil existen porque son buenos para nuestra convivencia, para el bien general; aunque no siempre estuvieron ahí.
Sin embargo nos parece normal que los trabajadores al traspasar la puerta de la empresa dejemos atrás la mayoría de nuestros derechos. No hemos avanzado mucho desde los tiempos de Henry Ford.
No hemos abolido la esclavitud sólo la hemos reducido a 8 horas diarias.