Una de las cosas -aunque no la única- más atractivas de la filosofía liberal, tanto en su vertiente política o social como en la económica, es su reconocimiento de las limitaciones de la mente humana para dominar, si quiera comprender, la complejidad de las reglas que rigen las relaciones entre las personas. Ni el gobierno más escogido entre las élites intelectuales con acceso a los más potentes sistemas de supercomputación del mundo, serían capaces de diseñar y ejecutar un plan maestro que nos proporcione a cada uno de los ciudadanos las pautas de conducta, todas coordinadas entre sí, que más nos convengan en la consecución de nuestros fines.
Por un lado, porque tales fines le son desconocidos a todo aquel ajeno al propio individuo. Y no hay instituto de estadística ni agencia de inteligencia capaz de registrarlos, a no ser, claro está, que los mismos sean determinados por el Estado. Lo cual nos conduce ineludiblemente y por muy buenas que sean las intenciones originales (la búsqueda de la paz, la felicidad, la igualdad), a la anulación de la libertad individual.
Por otro lado porque, aun asumiendo que se conocen, no hay mente humana ni tecnología informática capaz de modelar todos los posibles cursos de acción, sus consecuencias, y las consecuencias de las consecuencias, de manera que desde el Estado se puedan anticipar las intervenciones que conduzcan a los mejores resultados. Y, pese a que la intención se tan loable como la prosperidad de todos y cada uno de nosotros y la eliminación de la pobreza, las enfermedades o el calentamiento global, la única opción posible sería restringir mediante la coacción a una todas nuestra posibles alternativas de actuación, o lo que es lo mismo, eliminar nuestra libertad.
Es por ello que el liberalismo, que antepone la libertad personal a cualquier otra consideración, reconoce esta limitación y recela largamente de cualquier intento del Estado de intervenir en las decisiones que tomamos las personas cada día. Por lo tanto, se opone abiertamente a los postulados de corte socialista, que son netamente finalistas en tanto en cuanto orientan la acción de gobierno a la búsqueda de determinado fines, o en otras palabras, buscan la igualdad de resultado o igualdad por ley. El liberalismo, por contra, renuncia a determinar los fines que hemos de perseguir los individuos, y centra su programa de actuación en crear y mantener las condiciones necesarias para que cada persona persiga y logre sus propias metas en igualdad de condiciones. Dicho de otra manera, busca la igualdad de tratamiento o igualdad ante la ley.
Y es que, por anti-intuitiva y fascinante que parezca, no tiene nada de misteriosa la idea de la mano invisible que acuñó Adam Smith y que utilizó una única vez en el libro IV de la Riqueza de la Naciones:
(…) y al orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca sólo su propio beneficio, pero en ese caso, como en otros una mano invisible lo conduce a promover un beneficio que no entraba en sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo.
Nota: La imagen corresponde a la mano by ~indospan on deviantART
Los efectos del intervencionismo de los gobiernos en la economía han sido largamente discutidos por muchos autores económicos de renombre y las conclusiones siempre han sido las mismas: cualquier intervención en el mercado que vaya más allá de corregir las imperfeciones de este (por ejemplo la información privilegiada de uno de sus actores) conduce irremediablemente a una pérdida económica para una parte del mismo (normalmente los consumidores) y a una ganancia por la otra parte (normalmente los productores) y como ejemplo no hay que ir más allá de las políticas arancelarias.