Que el género humano -o la especie, no sé muy bien cuál es el término correcto- es falible es un hecho que a estas alturas de la película nadie en su sano juicio se atreve a discutir. Ni siquiera el Papa recurre ya a hablar ex cathedra. Y, sin embargo, ¿por qué nos cuesta tanto pasar de la generalización a lo particular? ¿Por qué es tan extraño ver a alguien reconocer sus errores?
En el caso de los políticos, más que extraño es imposible, pero es que creo que hacia el mismo camino vamos en el mundo de la empresa.
Y ojo, no es que crea que sea todo culpa de la soberbia de los dirigentes, que se niegan a asumir sus equivocaciones en público. Tiendo a pensar que más bien es una cuestión sociológica, por la que todos podemos entender, incluso perdonar, que alguien que ocupa puestos de responsabilidad cometa un error, pero vemos como signo de debilidad el que los reconozca públicamente.
El error no es malo en sí mismo, si acaso, lo son sus consecuencias. Es más a él le debemos el progreso, gracias a que exploramos, nos equivocamos, retrocedemos y abrimos nuevos caminos, hacemos descubrimientos, creamos nuevos negocios e inventamos mejores instituciones. De equivocarse saben mucho mis amigos emprendedores, y también de cómo nuestra sociedad trata el supuesto fracaso.
Me siento tentado de escribir sobre por qué debemos perder el temor a la equivocación y por qué aquí residen las bases del avance científico y social. Incluso tenía preparada una analogía con la espeleología, actividad que estuve practicando hace un par de días. Pero me parece que sobre esto se ha escrito mucho ya y hay un cierto consenso. Me interesa más centrarme en la segunda derivada. Es decir, no tanto en el hecho del error, sino en su reconocimiento.
Y es que todos tenemos derechos a equivocarnos, sí. Pero que lo tengamos a reconocerlo parece que no está tan claro. Puede que individualmente, pensemos de forma diferente. Yo desde luego pienso como el profesor Santiago Álvarez de Mon que la humildad nos honra como personas y profesionales. Pero he vivido situaciones y he visto individuos en ellas que se comportaban de manera diferente, que honestamente ven un síntoma de debilidad en el hecho de admitir que te has equivocado. Tanto en niveles directivos como no directivos, te cuelgan rápidamente la etiqueta de pusilánime en cuanto declaras que cometiste un error. Te miran como a un pardillo cuando lo haces.
Por un lado creo que esto es muy propio de culturas mecanicistas donde prima el criterio de la eficacia y donde predominan los motivos extrínsecos. Dado que con nuestras acciones buscamos el reconocimiento de los demás, ya se ve que la opción que comentamos no será muy popular.
Pero por otro lado, puede que de trate también de un temor a que el “líder” al que seguimos se equivoque. A que la persona en la que hemos depositado nuestra confianza y que seguimos ciegamente nos dirija hacia el abismo por error. Y caigamos todos detrás de él por el precipio.
No me resisto a usar la imagen de la espeleología. Lo sé, las metáforas deportivas están muy manidas, pero es que me ha dejado impresionado la experiencia de la Cueva de la Majadilla y allí debajo nos pasó algo que me viene al pelo -y de hecho ha motivado en parte la entrada.
Éramos un grupo de cinco con un monitor, y estábamos siguiendo la ruta avanzada. Aquella por la que hay que pasar por gateras en las que apenas hay unos centímetros entre el techo del pasadizo y tu pecho, y luego encaramarte a las resbaladizas rocas cubiertas de barro para meterte por una abertura y entrar en la siguiente galería. Todo ello iluminado únicamente por las luces del casco y la carburera del monitor, que era el único que la llevaba del grupo.
Pues bien, en un momento determinado, varios metros bajo la superficie y unas decenas más allá de la entrada, el monitor se equivocó y todos pudimos ver cómo tras un par de intentos no daba con la salida. Imagináos el tipo de sensación que sentíamos todos cuando le escuchábamos imprecar desde la gatera cuando se estrechaba no dejándole avanzar más y saliendo con el mono rasgado. Claro, lo lógico era pensar: “si este que se supone es el guía se equivoca, vamos listos…”.
Pero el hecho es que con toda la naturalidad del mundo, reconocía que no encontraba la salida, pero que no nos preocupáramos porque siempre se puede volver por donde habíamos venido y desandar el camino. No negaré que a pesar de todo en cada uno de nosotros cundía algo de inquietud. Sin embargo, conscientes de la situación, cada uno de nosotros también comenzó a aportar su granito de arena, no dejándole toda la tarea al instructor. Uno aseguró que habíamos pasado por aquella sala porque recordaba cómo había estado jugando con una piedra grande que había suelta. Yo mismo indicaba que si aquello era cierto, entonces habíamos entrado hacia la derecha y por lo tanto la salida iría en tal dirección. Otro, mientras regresaba el monitor, hizo una breve incursión por donde pensábamos que tendríamos que salir. Y así, sin mayor peligro y con una anécdota que contar, nos encaminamos a la salida.
Ahora, imaginemos que el instructor es de esos que piensan que antes muerto que reconocer que se ha equivocado. No nos hubiera dicho nada, aunque hubiéramos notado igualmente que algo no iba como debiera, y nos hubiera metido por sitios que no llevaban a ninguna parte. Y quién sabe, quizás hubiera cundido el nerviosismo y todo se habría complicado muchísimo más.
Si resulta que ese´”líder” eres tú, y eres de los que cree que la gente te debe seguir sólo por tus galones, o de manera acrítica, entonces está claro que podrás permitirte muchos errores, siempre y cuando no sean demasiado gordos como para que se hagan muy evidentes, y sobre todo, siempre y cuando no los reconozcas. Pero entonces te meterás en unos atolladeros de los cuales tendrás que salir tú solito.
Si resulta que eres ese líder sin comillas, con espíritu de servicio, humilde, capaz de reconocer tus errores, no sólo tu auctorictas no se verá mermada por tus equivocaciones, sino que cuando cometas un error y lo admitas, tendrás a tu gente dispuesta a poner sus neuronas a funcionar, a contribuir a la solución, a buscar el camino de salida. Y al final lo celebraréis juntos, siendo más equipo aún que antes del fallo del jefe.
¿Idealismo? A mí me pareció una experiencia muy real.
Nota: En las cuevas éramos cinco grupos diferentes, todos acompañados por un instructor y con algunos expertos más, incluyendo personal sanitario, cuidando de la seguridad. En ningún momento nos jugamos la vida.
Nota 2: Este post está escrito en clave de gestión de personas, pero releyéndolo me parece perfectamente aplicable a ciertas situaciones políticas.
Muy buena reflexión, especialmente para empezar una nueva semana con energía yo siempre he valorado mucho la gente que es capaz de hablar con franqueza y reconocer donde hay problemas y errores, y es que un pedestal construido por uno mismo es por defecto endeble.
Precisamente estos días me estaba haciendo una reflexión parecida, y la he ido insertando en diversos posts, puesto que para que se produzca el aprendizaje también es necesario la humildad. Si acudo a tu blog, o a una escuela, con la idea de que mi mundo ya está perfeccionado, no estoy abierto a crecer.
Esta es una de las ideas que Álvarez de Mon transpira. Sé humilde para aprender. Y es que el ser orgulloso lleva aparejado un precio en sí mismo.
Un cordial saludo
Si creemos que ya lo sabemos todo, que no hay nada por inventar, que como hacemos las cosas es la mejor manera posible, entonces nos paralizamos, quedamos estancados y no existe el progreso.
¿Para qué? Si no tengo nada que mejorar entonces cualquier cambio será a peor. Esta idea estaba muy presente en la obra de Platón, padre de los totalitarismos, que venía a decir que el mundo está en permanente degeneración.
Por eso, ya sea como individuos, como empresas o como sociedades, el sabernos imperfectos nos empuja a aprender, a mejorar o a progresar.
Muchas gracias por tu comentario, Gabriel.