Una simple (y objetiva) búsqueda en Google, nos dice que hay más de 2,6 millones de páginas en internet que contienen los términos “el cliente es lo primero“. No sé cuántas de éstas pertenecen a páginas web corporativas y cuántas son artículos, blogs, etc. De entrada en la primera página, aparecen cuatro de diez, -abro paréntesis para aclarar que ninguna de esas cuatro han sido la que ha motivado mi entrada. Insisto, ninguna. Cierro paréntesis.
El hecho es que en los últimos días, Gabriel y Edans han coincidido en comentar en sus respectivos blogs (aquí y aquí) sobre la distancia que existe entre las palabras y los hechos en lo que orientación al cliente se refiere. Es decir, cuánto de realidad hay en verdad detrás esas palabras con la que a muchos se les llena la boca, las memorias anuales y, por supuesto, toda la comunicación externa e interna, y a juzgar por la experiencia, muy pocos las llevan realmente a la práctica.
Y no dudo de que en muchos casos -seguramente la mayoría- la intención es buena. Es decir, me cuesta imaginarme a unos señores reunidos alrededor de una mesa de caoba y sobre dos centímetros de moqueta decidiendo, mientras se fuman enormes puros, engañar a la gente de forma consciente con estos eslóganes mientras planean hacer justo lo contrario. Para mí que no hay dolo sino un interés real en la satisfacción del cliente. Sin embargo se arruina todo porque se imponen con más frecuencia los temidos óptimos locales. Y es que el camino al infierno está pavimentado con buenas intenciones.
¿Porque de verdad pensamos en el cliente cuando…
- … externalizamos la atención y el cuidado del mismo (léase, call centers)?
- … reducimos más allá de lo razonable el stock provocando roturas frecuentes que provocan retrasos en las entregas?
- … definimos procedimientos, políticas y normas rígidas que encorsetan la relación con nuestros clientes (como el horario de pago de recibos en los bancos)?
- … castigamos a quien, pensando de verdad en el cliente, se salta los anteriores procedimientos, políticas y normas para resolverle un problema?
- … nos creemos que eso del cliente interno de verdad existe y es bueno verlo así?
- … queremos reducir costes y les quitamos los móviles de empresa a los técnicos de soporte al cliente?
- … mantenemos a los clientes esperando de pie en cola por no implantar un mecanismo de cita previa o reserva?
- … dividimos artificialmente los puntos de interacción y le mandamos de ventanilla en ventanilla (“lo siento este número es para ventas, para cambios debe llamar al XXX”; o “ha llamado al número de atención de empresas, para particulares llame al XXX”)
No me cabe la menor duda que detrás de la mayoría de las decisiones de este tipo hay poderosas razones de negocio, pues no es menos cierto que la condición para que demos un servicio excelente es que ganemos dinero, porque si no, no podremos pagar las nóminas ni a los proveedores. Y a ver cómo le pides a alguien que no cobra que muera y mate por el cliente…
Lo que yo digo es que se haga siendo conscientes de las consecuencias de tales decisiones, y no sólo dentro de nuestra parcelita sino en el ámbito global, extremo a extremo. Y si una vez hecho el análisis, decidimos sacrificar la calidad del servicio por una mayor eficiencia y convertirnos en una low cost, entonces al menos no avergonzarnos de ello y seguir diciendo que nuestra cultura es la de que el cliente es lo primero.
Porque si no, lo que ocurre es que esto de airear la cultura de orientación al cliente se convierte en lo que en castellano castizo expresamos como “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, o en castizo parisien, “la culture, c’est comme la confiture: moins on en a, plus on l’étale“.
Nota: el título de la entrada corresponde a un proverbio citado por Erasmo de Rotterdam en su “Elogio de la locura”. La traducción podéis encontrarla aquí, al principio del capítulo LXII.