Durante este fin de semana he mantenido agradables conversaciones, en diferentes contextos y formatos, acerca del trabajo. Entre ellas un interesante debate sobre las alternativas de contemplar nuestra actividad laboral como mero generador de ingresos que nos permite vivir la vida que queremos en las horas que nos quedan de ocio, o bien considerarla como una parte integrante de nuestra vida, dándole una mayor relevancia.
Por supuesto, sobre este tema cada uno tendrá su posición fruto de cuáles sean sus circunstancias particulares, pero yo voy a dar mi visión personal. Eso sí, adelanto que un pelín abstracta y quizás demasiado trascendental. Pero allá va.
Para mí, mi trabajo es un aspecto muy importante de mi vida. No lo veo como un inconveniente necesario que me permite disfrutar en las otras facetas de la misma: familia, amigos, ocio, etc. Creo que un mínimo de cuarenta horas semanales es una proporción muy importante de mi tiempo de vigilia como para considerarlo únicamente un medio de subsistencia. Es decir, para mí la dicotomía “vivir para trabajar” o “trabajar para vivir” es falsa además de incompleta, pues si bien el trabajo no ha de ser lo único que importe -¡faltaría más!-, tampoco ha de arrinconarse en un oscuro rincón de nuestra existencia.
El trabajo forma parte de la vida, y por lo tanto, para vivirla plena no se puede hacer un paréntesis de nueve de la mañana a [pon la hora que quieras] de la tarde/noche. Antes bien, este tiempo debe contribuir también a eso tan manido que llamamos realizarse.
¿Pero qué significa realizarse? Cada uno tendrá su propia definición, pero en general tiene que ver con el sentido de propósito, con buscarle una finalidad a nuestro paso por el mundo. Esto es algo que característico del ser humano y que ningún otro ser lo experimenta. Todos, en algún momento, nos planteamos la angustiosa pregunta: ” Y yo, ¿para qué he venido al mundo?“.
Y junto con la idea de propósito viene la noción de temporalidad. Tenemos un tiempo limitado para cumplir nuestras metas: el tiempo que nos depare la vida. Y a todos nos aterra -al menos a mí sí- vernos cumplir, digamos, los ochenta años y tener una respuesta vacua a la pregunta: ¿qué he hecho yo con mi vida?
Se me ocurre que es como si la vida fuera un libro del que escribimos una página cada día, pero que no podemos volver atrás para editarla. Una vez escrita -o dejada en blanco- ahí queda. Podemos releerla, eso sí. Pero no cambiarla.
Sabemos que tenemos un número finito de folios para escribir, aunque no conocemos su cantidad exacta. Además, es nuestra decisión elegir la historia que queremos contar. Nosotros escogemos el argumento -el propósito- pero también somos responsables de relatar una historia que sea coherente con el mismo.
Por eso, yo creo que si descartamos a priori el tiempo que pasamos en el trabajo, por aquello de que yo trabajo únicamente para poder vivir cuando estoy fuera de él, y por lo tanto ese tiempo no cuenta en mi cómputo personal, el margen que me queda para dar una respuesta satisfactoria a la temida pregunta será mucho menor.
Siguiendo la analogía del libro, es como si decidiera que las páginas impares las voy a dejar en blanco. O peor, que las voy a rellenar simplemente con frases que me van diciendo otros, como si fuera un dictado de los que hacíamos en el colegio -antes de la LOGSE, claro.
Con lo cual, sólo nos quedan la mitad de las páginas, que además no sabemos cuántas son a priori, para escribir nuestra historia. Una historia, recordemos, que queremos que sea completa y a ser posible, feliz.
Naturalmente, habrá quien tenga la suerte de no necesitar trabajar para obtener los ingresos que necesita para vivir, y por lo tanto tendrá todas las páginas a su disposición. Pero ojo, sentirá la misma necesidad de escribir una historia en ellas y sufrirá el riesgo de que se le queden en blanco o con un contenido igualmente dictado por otros -aunque quizás de manera más sutil.
Y, por supuesto, que habrá quien en la mitad de las páginas pueda escribir una historia que le llene y satisfaga plenamente. No vamos a negarlo ni, como decía más arriba, creer que el trabajo es lo único con lo que una persona se autorrealiza.
Pero, digo yo, si podemos escribir en todas las páginas, y sólo tenemos un libro, ¿para qué regalar la mitad?