Cierro la serie de entradas sobre los impuestos de las últimas semanas (1 y 2) con mi propuesta para un nuevo sistema fiscal que, en mi opinión, sería realmente justo y ajustado. Justo en el sentido de que seamos todos verdaderamente iguales ante la Ley, también en el ámbito fiscal, y ajustado en la medida que facilita que los ciudadanos pongamos coto a los instintos expansivos de quienes detentan el poder político.
El modelo se deriva de mi convencimiento razonado de que un sistema fiscal debe servir a un único objetivo: repartir entre los ciudadanos de un país los gastos que supone el sostenimiento del estado y los servicios que éste presta. Es decir, el mismo objetivo que las cuotas de la comunidad de vecinos, sólo que en vez de pagar el contrato de mantenimiento de los ascensores, la iluminación de las zonas comunes, la limpieza de la escalera, el servicio de vigilancia y la minuta del administrador que nos lleva los papeles de la comunidad, con los impuestos pagaríamos el arreglo de las carreteras, la iluminación de las calles, el servicio de limpieza urbano, el sostenimiento de la policía y el ejército y el sueldo de los funcionarios que se ocupan de administrar la cosa pública. A otra escala, bien es cierto, pero conceptualmente el modelo sería el mismo.
Claro que este ya sabemos que no es el único objetivo político del sistema fiscal actual, que a los fines descritos añade uno que no se da en la comunidad de vecinos: la redistribución de la riqueza. Esto es así hasta el punto que el llamado “gasto social” y que no es otra cosa que la acción redistributiva, parece ser incluso más importante que el “gasto corriente” (recordemos que tal y como mantenía en la entrada anterior, los impuestos progresivos no son sino una forma rocambolesca y poco transparente de redistribuir la riqueza).
En mi propuesta, no obstante, no contemplo un objetivo explícito de redistribución de la riqueza y así es como me gustaría que se entendiera. No digo que piense que la riqueza, cuanto más distribuida esté entre la población, mejor. Antes bien, me considero una persona normal y como tal, yo también soy de los que creo que debería erradicarse la pobreza. La miseria ajena me causa tanta congoja como a cualquier persona corriente -que no padezca psicopatologías antisociales. Pero sí que estoy en contra es que la redistribución deba encargarse al estado. Por muchos motivos, pero principalmente porque (1) no me fío del criterio arbitrario del político o burócrata de turno y porque (2) la teoría nos demuestra y la historia nos ilustra que generalmente se logra el efecto opuesto al deseado.
En todo caso, si diera la casualidad de que el lector fuera un acérrimo defensor de la función redistributiva del estado, le pediría que lo aparcase por un momento para una discusión posterior. Es decir, centrémonos en los gastos puros de sostenimiento de la maquinaria política y burocrática para establecer un régimen fiscal apropiado que sea realmente equitativo -para mí, equitativo es que todos paguen lo mismo. Si luego hubiera que ejecutar la distribución, hágase pero de manera explícita como un impuesto separado: que sepamos cuánto nos cuesta el estado y cuánto nos cuesta la “solidaridad” forzosa.
Dicho lo cual, centrémonos en el sistema en cuestión. El procedimiento sería muy sencillo y, como en cualquier comunidad de vecinos o club social, partiría del presupuesto de gastos.
Paso 1: Cálculo bottom-up de la previsión de gastos / inversiones del año fiscal
Es decir, en vez de empezar la casa por la ventana, como suele hacerse en nuestro país, que primero el Parlamento aprueba un techo de gasto y luego el Gobierno se ajusta al mismo (con lo cual el techo se convierte de facto en el presupuesto), comenzaríamos por abajo -enfoque bottom-up que diría un consultor 😉 -, es decir, planteándonos la pregunta: ¿qué gastos / inversiones prevemos para el año que viene en CADA UNO de los organismos oficiales?
Así, cada ministerio, comunidad autónoma o ayuntamiento debería hacer su previsión: necesitaremos pagar tantas nóminas de funcionarios, tantos alquileres de edificios públicos, tantos contratos de suministros varios (luz, agua, gas, teléfono, líneas de datos, limpieza, mantenimiento, seguridad, equipos informáticos, etc.), tantos coches oficiales (alquiler o compra, seguro, mantenimiento, etc.), tanto material de oficina (folios, bolis, clips, etc.), tantos billetes de avión y noches de hotel para los viajes de los señores ministros, tantos eventos institucionales y sociales, tantos anuncios de publicidad institucional y así sucesivamente. Sin olvidar el capítulo de reposiciones de material gastado u obsoleto (mobiliario de oficina, reformas en la casa del ministro correspondiente, renovación del vestuario de la vicepresidenta, etc.). Es decir, lo imprescindible para que la maquinaria estatal siga funcionando.
Evidentemente, cada ministerio, comunidad autónoma o ayuntamiento tendrá sus gastos específicos: maquinaria de guerra, uniformes y raciones para Defensa; porras, pistolas y sistemas de escucha para Interior; suministros hospitalarios para las Consejerías de Sanidad autonómicas; electricidad del alumbrado para los ayuntamientos; etecé, etecé. Todo ello deber ir previsto y sumado en este epígrafe.
Luego tendríamos que tratar el capítulo de inversiones -nótese que de momento no cuestiono si deben hacerse o no inversiones públicas. Aquí, reflejaríamos, igualmente por unidad administrativa, las inversiones a realizar durante el año, tanto las ya iniciadas en años anteriores y que haya que seguir pagando como las que queramos iniciar el año próximo. Cada área del estado debería indicar que necesitará tantos euros para la ampliación del metro, tantos para el nuevo túnel, tantos para la línea del AVE a Galicia y tantos para el nuevo aeropuerto de León. Y así con todo lo que se considere inversión en nuevas infraestructuras.
Hasta aquí tendríamos los gastos e inversiones orientadas al sostenimiento del estado. En mi caso particular, la deuda pública a largo plazo la prohibiría constitucionalmente -permitiría únicamente los instrumentos financieros necesarios para la lógica gestión de la tesorería sin agobios- pero en cualquier caso, en caso de que la hubiera -que tendría que haberla en todo caso durante la transición-, deberíamos sumar aquí los gastos financieros derivados de los intereses, así como, evidentemente, los pagos del principal que toquen en el año. Igualmente, aplicaría el mismo principio de separación: que se sepa qué parte de los costes financieros corresponden a cada área.
Nótese que no he cuestionado aún ningún gasto público. Simplemente estoy proponiendo que se haga la previsión partiendo de abajo arriba y por entidad estatal para obtener una cifra de costes a pagar por los ciudadanos, sin incluir de momento, eso sí, ningún aspecto redistributivo -ni transferencias ni subvenciones ni pensiones ni subsidios-, ese capítulo lo abordaremos luego.
Paso 2: Cálculo de los ingresos para un presupuesto base cero (igualar los ingresos a los costes)
Pues bien, con este coste lo que haremos es dividirlo entre los españolitos de a pie, tal y como se hace con la comunidad de vecinos o el club de amigos del ornitorrinco blanco, de tal suerte que lo que se deba ingresar sea exactamente igual, ni más ni menos, que los gastos presupuestados.
Evidentemente, estamos haciendo previsiones por lo que la probabilidad de acertar al céntimo de euro es tendente a cero. En general, habría que establecer una partida para contingencias en el apartado de gastos y, al final del ejercicio, liquidar. Pasando la diferencia al año próximo, sea como ingreso adicional si nos hemos pasado, o como coste adicional si nos quedamos cortos.
Es decir: el déficit no puede ser una opción.
Paso 3: Determinación de la contribución individual (dividir costes por número de individuos)
Una vez determinados los ingresos totales que deben ir a parar a las voraces arcas del estado, toca articularlo en un sistema impositivo. Mi propuesta es que sea un impuesto ÚNICO y a pagar de UNA VEZ, de forma que duela de verdad lo que nos cuesta el aparato político y burocrático (nada de dividirlo en mil pagos y algunos de ellos, los más importantes, ocultos en retenciones e impuestos indirectos). Es decir, lo que propongo es fusionar en un único impuesto el IRPF, IS, IVA, IBI, impuesto de circulación, impuestos especiales, tasas, etc.
El problema es encontrar el criterio para decir quiénes son los españolitos entro los que dividir lo que nos toca pagar, pues es evidente que el bebé que en estos momentos está naciendo en el Hospital de la Paz no le vamos a hacer pagar como al resto.
Reconozco no es tan fácil como en los dos ejemplo que he puesto antes. ¿Cómo dividimos? ¿Por edad, por renta, por lugar de residencia, por familia, por número de hijos, por volumen y peso, … ?
Por definición, Siempre que imponemos un criterio, éste es arbitrario. Y el de la renta lo es tan arbitrario como el de la edad. Lo que sí, es que el criterio deber ser simple de aplicar, homogéneo, relativamente estable y con un poco de sentido común.
Un criterio es que debe ser por persona, que somos los que “disfrutamos” de los servicios públicos -es decir, descartando criterios que sean por número de casas, coches, etc.- Y, naturalmente, para los organismos territoriales aplicaríamos el criterio geográfico -p. ej. empadronamiento. Quizás lo más limpio y razonable es que se haga por edad, estableciendo un límite por debajo del cuál no se entre en el reparto. A primer bote, el límite podría estar en los 18 años, ya que si tienen edad para votar, deben tenerla para pagar impuestos. Claro que choca un poco con la realidad, dado que muchos a esa edad viven aún con sus padres y no tienen ingresos para pagar nada. Cargar a sus padres con la cuota de sus hijos podría, además, suponer un desincentivo a la natalidad, con lo que la sociedad entera quedaría perjudicada. Parece razonable, pues, retrasar algo más la edad de corte para el reparto de gasto, quizás situándola en alguno de los límites habituales para disfrutar del “carnet joven” o similar. Así, creo que me decantaría por los 26 o por los 30 años. Tampoco está mal apoyar a la juventud en esos años cruciales liberándoles de todo pago a Hacienda.
Como conclusión de este paso, tendríamos una “declaración de la renta” -entrecomillo porque ya no sería tal, sino más bien una “factura estatal a pagar”- en la que apareciera, con un nivel de desglose manejable pero como mínimo por unidad administrativa, los conceptos de pagos a realizar por el ciudadano. Esto tendría dos efectos beneficiosos inmediatos: (1) sabríamos que el estado siempre cuesta dinero y (2) sabríamos cuánto nos cuesta cada entidad pública a cada uno de nosotros -pudiendo incluso establecerse de forma sencilla comparaciones entre CC.AA. y municipios vecinos. Es decir, no quedaría oculto entre cientos de impuestos, tasas, retenciones, etc. También tendría como efecto positivo nada desdeñable la simplicidad en la recaudación y la minimización del fraude -sólo cabría falsificar la partida de nacimiento para evitar pagar-, con el ahorro añadido del sueldo de los inspectores de Hacienda…
Paso 4: Ajustes redistributivos
Nos queda aún el apartado redistributivo sobre el que ya me he pronunciado pero que no puedo obviar porque, en el mejor de los casos, habría que hacer una transición más o menos suave de un sistema a otro. Y tampoco quiero que esta cuestión desvíe la atención sobre el núcleo del sistema propuesto y sus beneficios inmediatos sin necesidad -aún- de tocar otras partidas más “sensibles”.
Así, si es que hubiera que dar respuesta a una función de redistribución de la renta, esta la haríamos en este punto y siguiendo un proceso similar. No me extenderé mucho en este apartado. Simplemente decir que haríamos una previsión de forma parecida a la que hicimos con los gastos: cada ente estatal diría cuántas subvenciones daría y por qué importe, cuantas transferencias realizaría, qué subsidios y por cuánto otorgaría, además de pensiones, etc. Con ello llegaríamos a una base de costes adicionales. Costes que habría que repartir con el criterio de redistribución que se establezca y que al final, con independencia del criterio y mecanismo empleado para realizarla, se articularía en una cifra a sumar o restar a la “factura” antes mencionada. Así, sabríamos de verdad cuán “solidarios” somos o cuánto recibimos del dinero que ponen otros más ¿afortunados?.
Evidentemente esto no es más que un esbozo de las líneas generales. Con toda seguridad habría que pulirlo, hacer simulaciones para ver el impacto, plantear un escenario intermedio que facilite la transición al sistema ideal o, por qué no, ponerlo a prueba por ejemplo en un ayuntamiento o una comunidad autónoma.
También me hubiera gustado ponerle algún número para ver la dimensión, pero se me alargaba demasiado y me parecía más interesante que el concepto quedara claro. Quizás lo haga en el futuro, aunque de momento descansaremos un poco del tema impuestos…
Nota sobre el título: El título, que literalmente se traduce al castellano como “aunque en esta diferencia aun hubo igualdad” está extraído del Panegyricus Traiani o Panegírico del emperador Trajano de Plinio el Jóven (62-113 D.C.). Se trata de un discurso laudatorio hacia el emperador Trajano que curiosamente escribió Plinio como discurso para su nombramiento por aquél como cónsul. Aunque como se ve era muy amigo del poder y poco de los cristianos -participó activamente en las persecuciones de Trajano- la frase viene a colación del discutible carácter de la igualdad -o, si se prefiere, el concepto más laxo de equidad. En efecto, Plinio alaba la equidad de Trajano, que habiendo prometido ciertas compensaciones económicas al pueblo y una paga extra a sus soldados y no teniendo efectivo suficiente decidió pagarle la mitad de lo comprometido a los soldados en primer lugar y posteriormente la compensación completa al pueblo. Para Plinio, aunque las cantidades y los tiempos fueran diferentes, en la suma, el trato fue equitativo…
One thought on “In hac quoque diversitate aequalitatis ratio servata est”