Como norma general, todo lo que sea atar corto al político y limitar su capacidad de hacer daño a los sufridos ciudadanos siempre me parecerá una buena idea. Bajo esta premisa, confieso que la reforma constitucional, promovida o no al dictado de la canciller alemana, de los dichosos mercados o del oráculo de Delfos, me parecía una buena idea. Con independencia de que venga de nuestro espurio presidente, de su leal opositor o del premio al candidato revelación del año.
Inicialmente, cuando aún no se había concretado nada, me cabía la duda de qué era lo que iban a limitar nuestros señores representantes, si el gasto público –en las primeras crónicas se hablaba de techo de gasto– o el déficit –que no es sino una forma de limitar el gasto en relación a los ingresos. Pero claro, ahí está el quid de la cuestión: fijar un techo de gasto permanente sin hacer referencia a los ingresos, ¿cómo se hace? Estamos hablando de un mandato constitucional con vocación de quedarse ahí unos añitos, por lo que no parece práctico dar una cifra absoluta que sea útil año tras años (hay inflación, movimientos de población, etc.).
Por lo tanto, el límite habría que establecerlo relativo a los ingresos, pero claro, eso supone un arma de doble filo: siempre podré mantener el déficit a raya si exprimo a impuestos a mis queridos conciudadanos. Sobre todo si son ricos y, por lo tanto, sospechosos de haber amasado fortuna a costa de los demás (aunque ser rico “oficial” en España sea ganar más de 60.000 euros al año, que no está nada mal pero hombre, no creo que pueda calificarse de explotación). Así que todos los que se han dado golpes de pecho indignándose por renunciar a las conquistas sociales que no serían viables sin tirar de déficit no sé de qué se quejan, ¿o pretenden seguir gastando indefinidamente sin ingresar un euro más?
Por eso, la reforma constitucional que a mí me gustaría ver de verdad no es tanto la de limitar el déficit (o más bien, prohibir gastar más de lo que se ingresa), que también, sino la de ponerle un tope a la voracidad recaudatoria del estado. La Constitución, por ejemplo, podría reformarse para impedir que la presión fiscal pudiera superar, digamos, un 30%. O podría ampararnos a todos los ciudadanos para que el estado, en todas sus formas y modalidades, no nos expropiara más del 20% del fruto de nuestro trabajo. Es un suponer.
Pero como era de esperar, la cacareada reforma era el bluf que todo indicaba que sería. Al final, la limitación será más estética que efectiva, pues en la práctica, cualquier gobierno podrá saltárselo a la torera con una aritmética parlamentaria medianamente sólida. Por no decir que cualquiera sabe dónde estaremos para el 2020 –estas cosas son muy del gusto de los socialistas: après moi, le déluge, o ya vendrá otro detrás a apechugar. Por lo tanto, más que un techo de cristal, lo que parece que han puesto es un chamizo bastante enclencle como decimos en mi tierra. El parto de los montes, vamos.
Pero eso sí, nuestro querido presidente metido a estadista en el tiempo de descuento, habrá puesto el tick en la lista de to-do’s que nuestros compadres monetarios probablemente le han debido enviar, acompañada sin duda de un tarjetón de la “fracasada” Merkel con una dedicatoria de su puño y letra que le habrá hecho muchísima ilusión –a Merkel, digo. Y dormirá tranquilo.
¿Podrán dormir tranquilos todos aquellos que hayan puesto sus ahorros en letras del tesoro y bonos del estado pensando que eran una inversión segura por el mero hecho de haber incluido –dicen que por la puerta de atrás- un parrafito en la Constitución Española que no dice más que “haz el bien y evita el mal”? Veremos.
Por cierto, me da exactamente igual que haya o no haya referéndum. Pienso que si lo hay puede ser peor, que el resultado va a ser el mismo –lo que digan los partidos mayoritarios- y nos habremos dejado plumas en el camino –y euros. Y a todos los que protestan porque los políticos toman decisiones en nuestro nombre, parece que estén descubriendo la democracia ahora… ¿qué esperaban? Por eso, insisto, la mejor democracia es la que limita las decisiones que los políticos pueden tomar en nuestro nombre.