Continuo con la serie sobre el dinero. Hoy, tal y como decía en el último post de la misma, daremos el salto del dinero “en bruto” en forma de metales preciosos -fundamentalmente oro- a la moneda acuñada y veremos como desde entonces nuestro amigo el estado ya empezó a meter mano y a crearnos problemas a los ciudadanos de a pie.
Decía en la entrada anterior que los metales nobles, de forma paulatina y evolutiva, se fueron imponiendo sobre el resto de otros bienes que se empleaban como dinero -ganado, conchas, grano de cereal, etc.- por sus ventajas para facilitar los intercambios comerciales. Esta facilidad, a su vez y pese a la mala fama del dinero, fue la que nos permitió extender las relaciones pacíficas entre los pueblos y con ellas, seguramente, la convergencia y desarrollo de los idiomas así como el perfeccionamiento de las normas de convivencia -el Derecho. Por no hablar de la profundización en la división del trabajo y el incremento de productividad -y por ende bienestar y riqueza- que ella permitió.
No obstante, el uso de metales como el oro o la plata no estaba exento de inconvenientes. Uno de ellos, y quizás el más relevante, la dificultad de comprobar su autenticidad y grado de pureza. A fin de cuentas, una vaca es una vaca y un puñado de granos de cacao es fácilmente reconocible a simple vista. Pero, ¿cómo se que no me están dando “la bacalá” con un pedrusco de metal dorado? Otro inconveniente era la necesidad de dividir el citado pedrusco en las piezas del tamaño y peso correspondiente a la transacción que se quería hacer. En efecto, separar un montoncito de granos de trigo para comprar una jarra de vino parece más sencillo que sacar un martillo y un cincel en la barra de la taberna para partir un trozo del tamaño justo para pagar el refrigerio.
Así, Menger -uno de los padres de la Escuela Austriaca de Economía e impulsor de la teoría evolutiva de las instituciones, entre ellas el dinero- cita en sus Principios de Economía Política (1871) a un antropólogo aleman (Adolf Bastian) que describía unos de sus viajes a Birmania a finales del XIX y cómo allí aún se utilizaba la plata sin acuñar. De este modo, cuenta el alemán cómo el pobre birmano a la que la mujer le manda a hacer la compra tenía que ir cargando con “una pieza de plata, un martillo, un cincel, una balanza y las pesas correspondientes” –evidentemente, la balanza y las pesas las ponía el birmano comprador, no fuera a toparse con don Senen, el tendero de 13 Rue del Percebe. A la hora de pagar y una vez fijado el precio, el comerciante proporcionaba un yunque donde el comprador aplicaba sus finas habilidades de orfebrería para obtener justo la cantidad de plata que necesita para abonar el tiquet. Ni que decir tiene que en este proceso parte del precioso material se pierde en forma de esquirlas que saltan o imprecisiones en la operación. Y no hemos hablado de la necesidad de comprobar la ley de la plata, para lo que era necesario llamar a un tercer birmano para que hiciera los ensayos químicos correspondientes -y que éste fuera de confianza de ambas partes, añado yo, porque si no cada uno tendría que ir con su químico de confianza.
Como decía Menger, “son dificultades que no pueden eliminarse sin pérdidas de tiempo y sin sacrificios económicos”. Y el hombre, que por naturaleza le gustan muy poco los sacrificios económicos, empezó a darle vueltas a como simplificar su vida comercial. Y así se inventó primero la técnica de estampar un sello que garantizara la ley y luego la división en piezas estandarizadas, que además de la pureza del metal asegurara el peso correcto. Y así nacieron las monedas acuñadas.
Así, la acuñación de monedas tuvo una importancia crucial a la economía, al simplificar las transacciones comerciales con un mero procedimiento de contar monedas, frente a los costosos y molestos preparativos asociados al peso y comprobación de pureza.
Como consecuencia de esta circunstancia no hace sino aumentar considerablemente aquella gran capacidad de venta que tienen los metales nobles en virtud de su propia naturaleza.
Carl Menger
Principios de Economía Política
Ahora bien, ¿a quién le encomendábamos tan importante tarea de la acuñación? Evidentemente a quien inspirara la suficiente confianza como para pensar que no nos iba a engañar. Dice Menger que “quien mejor puede garantizar el peso y la pureza de las monedas acuñadas es el estado, porque todos le conocen y reconocen y, al mismo tiempo, tiene el poder para amedrentar y castigar a los infractores”. Y ya salió el estado. Aunque yo matizaría aquí al gran Menger, dado que el “estado” tal y como lo conocemos hoy es una concepción y moderna y, desde luego, posterior a la utilización de monedas acuñadas. Salvo que por estado entendamos el monopolio de la coacción encarnado, por ejemplo, en los señores feudales del medievo, que eran estado en la medida que tenían sus propios ejércitos privados -los ejércitos regulares nacionales son también un invento relativamente reciente.
En cualquier caso, lo cierto es que los gobiernos han asumido casi siempre el deber -yo diría el derecho- de acuñar las monedas necesarias para el comercio y casi siempre también, han abusado de este poder. Y han abusado tanto, dice Menger, “Hasta el punto de que los sujetos económicos casi llegan a olvidar el hecho de que una moneda no es otra cosa sino un trozo de metal noble, de un peso y una pureza determinados, y que la dignidad y capacidad jurídica del emisor no hace sino garantizar el peso y la pureza”.
O, lo que es lo mismo, se empezaron a dar los pasos para que calara en la sociedad la creencia de que el dinero tiene valor en función de un decreto legislativo, a capricho del gobernante, y no en sí mismo en función de su peso y por su capacidad de intercambio. Pero eso lo contaremos otro día, que tengo el firme propósito de controlar la longitud de mis entradas 😉
En el próximo capítulo abundaremos en este tema de la corrupción de la moneda por el estado y, si queda espacio, iniciar la transición hacia el papel moneda -los billetes.
Nota sobre el título: Se trata del título de una obra de Nicolás Copérnico sobre la acuñación de moneda, que como buen genio renacentista, tocaba varios palos y uno de ellos era la economía -aunque en aquella época aún no existía como ciencia. Se trata de todo un tratado de teoría monetaria, en el que Copérnico anticipa la ley de Gresham, la teoría cuantitativa del dinero y la nefasta distinción entre valor en uso y valor en cambio de los bienes que tanto confundió a los economistas clásicos, entre ellos Adam Smith, David Ricardo o J. S. Mill.