Hace unos meses, allá por noviembre del año pasado, comencé una pretendida serie de entradas en este blog sobre la naturaleza y origen del dinero que interrumpí inmisericordemente (o misericordiosamente, según se mire). Ahora que Grecia vuelve a estar en el candelero por segunda vez y que no sabemos cómo va a quedar la cosa con el euro, creo que ha llegado el momento de retomar aquella serie interruptus, aunque espero que en dosis más cortas y digeribles que la entrada anterior, aunque eso signifique que nos tome varios posts llegar desde donde lo dejamos hasta la moneda única.
A modo de flashback -como hacen las series de TV de éxito- y como síntesis de la entrada inicial, podemos recordar como tras muchos, muchísimos años de evolución social humana, el hombre descubrió que el trueque se simplificaba sobremanera si utilizaban en sus intercambios determinados bienes, que aunque no fueran para su consumo inmediato sí que eran aceptados más facilmente que aquellos que efectivamente satisfacían sus necesidades más perentorias. Es decir, nuestros sabios antepasados, descubrieron el cambio indirecto. Tales productos, a fuerza de cambiar de manos con tantísima frecuencia -frecuencia de intercambios que, por otro lado, se multiplicaba gracias a la facilidad que permitían estos- comenzaron a ser solicitados no tanto por su uso final -demanda industrial- sino por su utilidad para comprar y vender otros objetos en la plaza de la aldea -lo que luego vendría a ser la demanda monetaria.
Pues bien, a medida que esas cosas pasaban a ser empleadas fundamentalmente como medio de intercambio general y comúnmente aceptado, comenzaban a adquirir carta de naturaleza de dinero -recordemos que esa es precisamente la definición del dinero que dan los economistas.
A lo largo de la Historia, son muchos los bienes que han tomado esta función de dinero, al ser empleados de manera generalizada como medio de intercambio. Pero no podemos diferenciar claramente el momento en que un bien se convierte en dinero y, más concretamente, en qué instante los metales preciosos como el oro o la plata adquieren tal condición. Más bien debió haber un periodo más o menos dilatado de convivencia de varios bienes de intercambio -con sus correspondientes “tipos de cambio”- hasta que uno o dos se impusieron sobre el resto.
Así, por ejemplo, conocemos que los egipcios -los de las pirámides- compatibilizaban el trueque puro y duro con el intercambio de saquitos de grano o medidas estándares de cobre o de plata como dinero, siendo el deben o tabonom una de las referencias de peso para estos metales -con los que el Sinuhé de la novela de Mika Waltari le compraba sus afeites a Nefernefernefer hasta que la sacerdotisa del templo de Amón limpió al incauto médico egipcio y a sus padres.
También en el Antiguo Testamento podemos leer sobre esa extraña costumbre de Abraham & company de ir a todos lados con el ganado a cuestas, como quien lleva siempre su cartera en el bolsillo. Y es que los hijos de Israel utilizaban desde antiguo las cabezas de ganado como medio de intercambio y también como almacén de riqueza -eso que los economistas también llaman depósito de valor. Como muestra un botón:
47:14 Entonces José se hizo con toda la plata existente en Egipto y Canaán a cambio del grano que ellos compraban, y llevó José aquella plata al palacio de Faraón.
47:15 Agotada la plata de Egipto y de Canaán, acudió Egipto en masa a José diciendo: Danos pan. ¿Por qué hemos de morir en tu presencia ahora que se ha agotado la plata?
47:16 Dijo José: Entregad vuestros ganados y os daré pan por vuestros ganados, ya que se ha agotado la plata.
47:17 Trajeron sus ganados a José y José les dio pan a cambio de caballos, ovejas, vacas y burros. Y les abasteció de pan a trueque de todos sus ganados por aquel año.
Génesis
Pero -teorías alienígenas aparte- una muestra de que el hombre llega evolutivamente a “inventar” el dinero lo tenemos al otro lado del Atlántico, donde también sabemos que los Aztecas empleaban grano de cacao, aparte de para preparar sus Nesquicks precolombinos, para hacer sus compritas. Por cierto, que los antepasados mexicanos consideraban el cacao un regalo del mismísimo Quetzalcóatl, el dios que bajó de los cielos para transmitirles sabiduría. Curioso que consideraran algo que se utilizaba como dinero como un “regalo divino” y no como un “mal infernal” como suele ser visto hoy en día por lo más granado de la corrección política.
Aparte del cacao, que era utilizada como moneda fraccionaria -calderilla, vamos- se utilizaban también como dinero de mayor valor -los billetes de 500€- unas mantas de algodón de diferentes calidades. Y también, como no, el oro, que solía intercambiarse embutido en cañones de plumas de aves.
Si nos vamos un poco más al norte, nos daremos cuenta también de que los indios de Norteamérica, antes de ser aniquilidaos por el general Custer en Little Big Horn, pagaban sus compras con un tipo de molusco que llamaban wampum, y con el que aparte de comprar pieles para hacerse sus tipis y sus vestidos con flecos, lo empleaban para confeccionar esos collares que les cubrían el pecho y que tantas veces hemos visto en las pelis del Oeste.
Curiosamente, si nos vamos a la China milenaria, allí también utilizaban moluscos marinos –Cypraea– como dinero desde al menos el año 1600 A.C., cuando la dinastía Shang. Y, de hecho, a medida que ésta se iba haciendo escasa, los chinos que parecen muy dados a la copia barata, comenzaron reproducir las cipreas en hueso, piedra o bronce. Algunas hasta las recubrían de pan de oro. Una vez más el siempre presente oro.
Y así podría seguir con ejemplos, pero el hecho es que a lo largo del tiempo y de forma más o menos global -suelo sostener que la globalización no es un fenómeno nuevo, sino que ya existía en tiempos de Marco Polo, y mucho antes- de una u otra manera, los bienes utilizados como dinero se redujeron espontánea y paulatinamente a dos metales bien conocidos, el oro y la plata -aunque ésta en menor medida.
El porqué de la selección -insisto, evolutiva y no por mandato de nadie, mucho menos de ningún gobierno o estado- del oro tiene todo el sentido del mundo. A diferencia de los ejemplos que hemos visto, el metal amarillo tiene algunas propiedades físicas que lo hacen idóneo:
- Es relativamente escaso -no se puede cultivar como los cereales o el cacao- y por lo tanto actúa como un gran depósito de valor -de hecho, el profesor Huerta de Soto en sus clases nos cuenta que todo el oro del mundo cabe en tres piscinas olímpicas. Esto del depósito de valor tiene además sus ventajas, acordémosnos de los pobres judíos de Moises cargando con sus riquezas en forma de rebaño de cabras…
- Es homogéneo, es decir, una onza de oro puro es igual a otra onza de oro puro. No ocurre lo mismo con un buey o una oveja, que puede ser más o menos grande, estar más o menos sana, ser más o menos vieja, etc. O con el grano o las conchas, que pueden ser de distinta calidad.
- Es muy sencillo comprobar su ley, incluso por procedimientos químicos rudimentarios al alcance de los antiguos orfebres.
- Y, además, mantiene sus propiedades físicas a lo largo del tiempo, es decir no se oxida -a diferencia de la plata, que se ennegrece- ni se desgasta con facilidad ni se degrada de ninguna otra forma. Es por ello que un tesoro puede estar oculto en la bodega de un galeón hundido por siglos y cuando es rescatado el oro se recupera como si acabara de haber sido recogido a bocamina.
Con estas características, parece natural que el oro se impusiera sobre cualquier otro elemento o producto como bien de intercambio generalmente aceptado. O sea, como dinero.
Hasta aquí el post de hoy, en el próximo de la serie veremos cómo se da el paso del metal en bruto a la moneda acuñada y cómo, a partir de ahí, los gobernantes empezaron a meter mano y causar los problemas económicos que hoy nos aquejan…
Pero hasta entonces una reflexión: ¿es justificada la mala fama del dinero? ¿Qué pasaría con nuestro mundo tal y como lo conocemos si se aboliera el dinero y volviéramos al trueque?
Nota sobre el título: Corresponde al célebre verso de Virgilio en el libro tercero de su Eneida: “Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames?” y que fue tomado como bandera para criticar la “execrable hambre de oro“. Así, fue tomado por nuestro Marqués de Santillana casi literalmente en su obra Doctrinal de privados: “O fambre de oro raviosa! / ¿quáles son los coravones / humanos que tú perdones / en esta vida engañosa“. En el mismo tono conminatorio y políticamente correcto lo tomó el mismísimo Keynes para titular un ensayo en el que criticaba el patrón oro -sobre el que hablaremos más adelante en otro post- y en el que llegó a decir que el oro era una “reliquia bárbara”. En sentido contrario y con su genial tono irónico, el profesor Rodríguez Braun ha utilizado el dictum virgiliano en múltiples ocasiones. Lo que poca gente parece conocer es que el verso del poeta romano no se refiere tanto a la natural búsqueda del ser humano por mejorar su propia condición, como a la traición del corrupto rey de Tracia -¡ah! el estado- a Polidoro, a quien ordena asesinar para quedarse con su oro y sus posesiones.