Tras mucho pensarlo en estos días de descanso, he llegado a la conclusión de que el capitalismo, y el régimen de libertad que le acompaña, no está tan bien como creía. Y es que llevo unos días reflexionando sobre mis últimas entradas porque son varios los lectores que me habéis dicho en virtual y en persona que si soy un poco radical, que con el post de los impuestos y la comunidad de vecinos se me fue un poco la olla, que el liberalismo es utópico pero es irrealizable… etcétera, etcétera.
Y la verdad es que, pensándolo bien, he llegado a la conclusión de que tenéis razón. Me he dado cuenta de que vivimos en una sociedad egoísta, en la que sólo queremos ganar más y más dinero por nuestro indecente afán por progresar en la vida. Pero, digo yo, ¿qué es eso de querer mejorar la propia condición? ¿No es cierto acaso que en un régimen económico como el capitalista, que resulta ser un juego de suma cero, lo que yo gano de más es siempre a costa de otro? Por eso es realmente inmoral el querer progresar, porque sólo podemos hacerlo si pisoteamos las legítimas aspiraciones de los demás. Sólo los que tienen menos deberían poder preocuparse por mejorar su condición, porque al hacerlo lo harán a costa de los más ricos. Y eso sí es moral porque, para llegar a ser ricos, esos han tenido que pisotear antes a otros y, por tanto, estaríamos logrando la justicia social.
He de confesar que aquí me ha surgido un dilema: ¿cómo puedo asegurarme de que el progreso de los que tienen menos es realmente a costa de los ricos y no de sus compañeros de clase social? Lo cierto es que no hay manera de asegurarse en un régimen intrínsecamente corrupto como es el mercado. Y por eso es necesario el Estado, con mayúsculas. Necesitamos un Estado que nos dirija y sea el garante de que la riqueza se distribuye bajo el principio de la ética social. Es la única manera de que podamos alcanzar el verdadero progreso social, que es el que importa, y no el individual de cada una de las personas que componen la sociedad. Debe haber una maquinaria poderosa y democrática que sea quien decida, con criterio de equidad, solidaridad y justicia social, quién se merece mejorar económicamente, y quien debe sacrificarse moralmente en beneficio del bien común.
Y aunque la cantidad a repartir siga siendo la misma, es evidente que la sociedad en su conjunto estará mejor si está homogéneamente repartida que si no lo está. Claro, que homogéneamente no significa proporcionalidad estricta, no. Eso seguramente nos haría más insatisfechos. Tiene que estar repartida en base a nuestras necesidades, porque hay quien necesita menos y quienes necesitan más. Y para eso necesitamos un Estado, para determinar las necesidades y que nadie se aproveche. Y, por supuesto, para asignar a cada uno la actividad a la que deba dedicarse en función de sus capacidades, que aquí tampoco queremos vagos y caraduras.
Porque lo que hay que hacer es olvidarse de pensar en uno y en los suyos y pensar en términos de sociedad. En verdad, lo que importa es el colectivo. Y hoy más que nunca, porque creo que el estado está intolerablemente en riesgo de extinción por la proliferación de ideas reaccionarias como las que imprudentemente yo mismo he estado a contribuyendo a difundir (afortunadamente, con poco éxito).
Y es que hasta hoy no me había dado cuenta de que el estado mola mazo y los impuestos son guays. Si queréis saber qué me ha hecho cambiar de opinión, podéis verlo aquí
Nota sobre el título: Mateo 2:16 (Vulgata)