Ahora que la subida de impuestos no la para ya ni Iker Casillas, no dejo de darle vueltas a eso que llaman la “progresividad fiscal”, el sistema por el que el gobierno te confisca un porción mayor de tus ingresos cuanto mayores sean éstos. Es decir, el sistema por el que el estado te “premia” el esfuerzo extra que realizas para mejorar tu situación dándole un bocadito más grande a tu bolsillo del que le daba antes de que prosperaras.
¿Cómo se justifica la progresividad? Desde luego no en el hecho de que “gastes más recursos públicos”, porque en realidad por ganar más dinero, no se hace un uso mayor de los servicios que presta el estado a sus ciudadanos. Antes bien, según mejora tu nivel de ingresos, lo normal es que te vayas a lo privado en la sanidad, la educación, el transporte, los planes de pensiones, etc. Si lo comparamos con una comunidad de propietarios, que es un estado en chiquitio, ¿tendría sentido que las cuotas dependieran de la renta de cada vecino? No, ¿verdad? Si tuviéramos un ricachón en la urbanización, seguro que éste es el que menos baja a la piscina porque se va los fines de semana a su casa de la playa (tampoco tiene mucho sentido, la verdad, que se pague en proporción a los metros: por tener cinco metros cuadrados más, tampoco voy a hacer mayor uso de la piscina, ni de los ascensores, etc.).
No, la justificación se refiere más a una cuestión de redistribución de la riqueza. Pero como esto de redistribuir suena demasiado a Robin Hood, nuestros políticos nos hablan más bien de “solidaridad”. Es decir, existe un precepto moral que viene como mínimo desde Aristóteles -y que luego recogieran los escolásticos con mayor o menor fortuna- cuyo mandato es que el que tiene más, debe contribuir en mayor medida y más que proporcionalmente por su mayor capacidad. Como principio ético es indiscutible, de alguna manera todos tenemos grabado en nuestro código social que debemos ayudar al débil y que es bueno hacerlo, y nuestra obligación moral es tanto mayor, cuanto mayor sea nuestra capacidad de contribuir. Sólo que hay un pequeñísimo matiz: cuando el estado impone la moral a punta de pistola, ya no es tan fácil diferenciar si contribuimos de forma altruista o forzados. ¿Se puede seguir llamando a eso solidaridad? En mi opinión, no.
“Claro”, alguien dirá, “es que si lo dejas a la buena voluntad de la gente, sólo ayudarían cuatro gatos, porque ya has visto lo que la gente contribuye voluntariamente a oenegés y demás, que no llega ni al 5%”. Vale, puede que la gente sea poco altruista en la situación actual, pero claro, cuando casi la mitad de lo que ganas ya se lo queda el estado para (re)distribuirlo a su antojo, ¿qué capacidad te queda? ¿No es más lógico que pienses: “que les ayude el gobierno que para eso he pagado mis impuestos”?.
Es cierto que si la redistribución la hiciéramos nosotros y no un burócrata en nuestro nombre no íbamos a dar ni en sueños casi medio millón de euros en tres años para promocionar por Europa las excelencias de la cría del champiñón nacional, a no ser que un pariente muy cercano se dedique a la cría de estos sabrosos hongos. Pero claro, sin ánimo de minusvalorar el posible drama que puedan estar viviendo quienes se dedican al cultivo del champiñón, desconocido allende nuestras fronteras, lo cierto es que se me ocurren muchos casos más cercanos y más necesitados a los que poder ayudar con esos quinientos mil eurillos.
En cualquier caso, la realidad es que nos hemos comido con patatas el famoso adagio comunista que dice que “De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades”. Este infausto eslogan fue acuñado en 1875 por Karl Marx en su “Crítica al programa de Gotha” -el tal programa era el fundacional del partido socialista de los trabajadores de Alemania, fundado el mismo año en la ciudad turingia de Gotha, aunque no era una idea original ni nueva, pues en realidad fue ya estandarte del socialismo utópico francés y, mucho antes, se puso en práctica con todas su consecuencias en la comunidad anabaptista de Münster a mediados del siglo XVI. De aquí viene pues la sugerente pero dudosa idea de “que pague más el que más tiene”. Y digo dudosa porque, aunque como consigna moral tiene su punto, según hemos visto, como instrumento de política fiscal tiene serios problemas de consistencia lógica y, generalmente, provoca efectos contrarios a los deseados.
Porque, primero, ¿cómo se determina la capacidad y la necesidad de cada cual? Segundo, asumiendo que la capacidad pueda ser conocida, ¿cómo se asegura que todos rindamos al tope de nuestra capacidad y no nos escaqueamos? Y tercero, ¿cómo se coordinan las capacidades hoy con las necesidades futuras y viceversa? Vayamos por partes:
(1) Es evidente que para llevar a la práctica la progresividad, hemos de objetivar de alguna forma la “capacidad” de cada uno. Y, una de dos, o nos miran la nómina o la cuenta corriente o nos hacen un test de aptitudes. Dado que lo segundo quedaría feo hoy en día, nos miran lo primero que además es más fácil. Pero claro, ¿se puede saber por el nivel de ingresos que ese es el máximo al que podría optar en ese preciso momento? ¿Podemos descartar el caso de alguien que ocupa un puesto de trabajo de inferior cualificación al que le correspondería, simplemente porque se ha hartado de que por cada euro extra que gana, casi la mitad se lo lleve el estado? Se me antoja complicado. ¿Podríamos identificar a ese alguien? No, si no hacemos el test que comentábamos antes, pero aparte de quedar mal, su eficacia sería limitada, dada la facilidad para ocultar las capacidades personales.
Es más, casi pondría la mano en el fuego por afirmar que aún existe en el conjunto de la población un potencial humano por explotar. Estoy convencido de que no hemos alcanzado el límite de nuestras posibilidades. Por lo tanto, la pregunta que me hago es, ¿cómo sería el mundo si se pusiera en movimiento toda la capacidad humana que, desincentivada fiscalmente, permanece hoy quieta?
Aquí cabría un argumento cuya respuesta no puedo eludir. Sería el de que el “beneficio social” que nos proporciona el actual sistema progresivo sería superior a la supuesta “capacidad desaprovechada” que, por otro lado, beneficiaría sólo a un individuo. Bien, pues yo digo por un lado que no podemos saber el balance de “beneficios” porque no sabemos qué podría surgir de esa capacidad; por otro lado cuestiono que se pueda medir el “beneficio social”, dado que con los impuestos no sólo se financian servicios que sirven a todos sino que hay mucha concesión a “buscadores de rentas”, esto es subvenciones y transferencias a colectivos específicos y grupos de presión -sin contar los gastos suntuarios de nuestros políticos que sólo les benefician a ellos; y, finalmente, que para que alguien obtenga beneficios en su actividad mercantil, debe acertar con lo que necesitan realmente los consumidores, satisfaciéndole su necesidad y, por lo tanto, generando un beneficio social claro.
(2) El segundo punto creo que es más claro de entender una vez que se ha puesto de manifiesto. Esto es, asumiendo que las capacidades de cada uno estuvieran dadas y fueran conocidas, ¿cómo conseguimos que alguien acepte, de acuerdo a su capacidad, un puesto de trabajo mejor remunerado pero que requiere mayor dedicación, si éste no quiere porque valora más su tiempo de ocio? Ya se ve que sólo podríamos lograrlo o bien incentivándolo, es decir, pagándole más -o cobrándole menos impuestos- hasta que el valor que le concede a la pasta extra -más bien a lo que puede comprar con ella- sea mayor que su apreciación subjetiva del tiempo que dedica al esparcimiento, o bien obligándole a hacerlo, amenazándole con la cárcel si no lo hace. En el primer caso, nos estaríamos cargando el propio sistema progresivo. En el segundo nos retrotraeríamos al mismísimo régimen de Pol Pot.
(3) El último punto es una tercera derivada, y por lo tanto, más difícil de ver, pero que no deberíamos obviar. Se trata de que hay que considerar el elemento temporal: ni las capacidades ni las necesidades son estáticas y, por lo tanto, fijas a lo largo del tiempo. Esto lo sabemos, y sabemos también que a ciertas edades tenemos unas capacidades y unas necesidades dadas pero que a medida que envejecemos, nuestra capacidad disminuye inevitablemente al tiempo que aumentan nuestras necesidades. Pues bien, el sistema progresivo ignora este hecho y en cada momento temporal trata a las personas como si no existiera el mañana. De este modo, sólo se preocupa de atender a las necesidades de los mayores de hoy con las capacidades de los jóvenes de hoy. ¿Y mañana cuando esos jóvenes sean mayores? Bueno, eso es el largo plazo y a largo plazo, todos muertos, como dijo Keynes. Quiero decir con esto, que el sistema progresivo rompe toda coordinación intertemporal que uno pueda realizar a título particular. Pues mi largo plazo sólo me preocupa a mí, ya que al político le entra la risa si le preguntamos por dentro de 30 años -salvo que de su propia pensión se trate, claro. Y a nadie se le puede pedir que se fíe de alguien que ni siquiera conoce quién será: el futuro político en el poder encargado de administrar la redistribución dentro de 30 años.
En definitiva, que en mi opinión el sistema fiscal progresivo no se sostiene racionalmente. Ahora bien, por otro lado, me pregunto por qué, siendo así, la gran mayoría de las personas se encuentran cómodos en este sistema y no se quejan. Sólo se me ocurren dos explicaciones: envidia o complejo.
La primera se basa en que siempre habrá alguien que gane más que nosotros -a no ser que nos llamemos Carlos Slim-, y por nuestra naturaleza envidiosa, no nos importa pagar un poquito más siempre que al “mardito ricachón” que gana más que nosotros le dan un palo mayor. La segunda explicación no deja de ser menos perversa: si me quejo es porque gano mucho y como eso está mal visto, pues tengo todo el incentivo a callarme y sufrirlo en silencio. Y contra esto, junto con el pensamiento premasticado, es contra lo que me rebelo.
Me carga mucho, admito, la respuesta típica de “pues si te quejas porque pagas mucho es porque que ganas mucho” -dígase además con el tono ese con el que los niños se chinchan unos a otros en el patio del colegio. Si no fuera porque me eduqué en los Maristas, le respondería en tono desabrido: “¿Qué sabrás tú lo que pago o dejo de pagar o gano o dejo de ganar?”. Porque cualquier dinero malgastado -y considero que gran parte de los impuestos se malgastan- me va a parecer mucho, sean 10€, 1.000€ o 1.000.000€. Pero, en todo caso, y si ganara mucho, ¿qué? ¿Sería un criminal por ello? ¿Hay algo malvado en esforzarse, trabajar duro, preocuparse por hacer las cosas bien, tener afán de superación, estar un poco espabilado para darse cuenta de las oportunidades que nos ofrece la vida y ser lo suficientemente vivo para aprovecharlas? No, ¿verdad?
Y es que en nuestra vieja sociedad europea (y esto daría para otra entrada), parece que ganar dinero es algo de lo que haya que avergonzarse. Yo más bien pienso como los americanos, que debería ser motivo de orgullo -huelga decir que siempre y cuando se haya ganado honradamente. A fin de cuentas, tener éxito en lo profesional y, por tanto, en lo económico, no es sino la consecuencia lógica de haber trabajado duro, haber hecho las cosas bien y, concretamente, haber satisfecho mejor que nadie en el mercado las necesidades de los consumidores.
Pero a veces pienso que en nuestro país envidiamos más la gente a la que le toca el gordo de la lotería de Navidad y lo celebra, botella de Carta Nevada en mano, a la puerta de la administración de lotería, que quienes llevan toda una vida trabajando y han tenido la perspicacia para acertar en los negocios y enriquecerse, a la par que han creado puestos de trabajo. Quizás los orígenes de ambos grupos fueran humildes, pero en los primeros es como si un acto de “justicia poética” fuera lo que les hiciera ricos, mientras que en los segundos, es la mezquina ley de mercado -y Dios sabe qué otros crímenes- la que les convierte en millonarios. A los primeros les tenemos envidia sana; a los segundos, de la mala. Y quizás por eso se piense que la progresividad de los impuestos en el fondo no está tan mal…