La cuestión monetaria en general y la conveniencia de la vuelta al patrón oro está apareciendo con cierta frecuencia en los medios últimamente, sobre todo a cuenta de la llamada guerra de divisas entre EEUU y China y la nueva ronda de quantitative easing de la Fed -que viene a ser un eufemismo de imprimir dinero. Se trata de un hecho que no es casual, dado que en la alteración del dinero –monetae mutatione, que diría nuestro escolástico, el Padre Juan de Mariana– está el origen, si no de todos nuestros males, sí al menos una importante parte de nuestros sufrimientos económicos, sobre todo en lo que se refiere a los ciclos de auge y subsiguiente depresión. Por eso, y tras terminar la serie de entrada sobre cuestiones fiscales, me interesa iniciar una nueva dedicada al dinero. Empezando por esta entrada en la que trataré de repasar el origen del mismo, condición imprescindible para entenderlo y apreciarlo racionalmente, evitando caer en posiciones atávicas.
Porque hay quien odia el dinero -el vil metal, le llaman- y algunos, románticos ellos, incluso sueñan con un idílico mundo pastoril en el que no existieran ni euros ni dólares, ni yuanes. Ni siquiera el dinero del Monopoly. Como si con la abolición del dinero desapareciera todo lo malo que hay en la naturaleza humana. Pues no, queridos amigos, el dinero, como cualquier objeto animado o inanimado, animal, vegetal o pedrusco, no es ni bueno ni malo. Simplemente es. Las cosas -o los animales, como les enseño a mis hijos- no pueden ser malvadas, en todo caso lo son las personas que hacen uso de ellas (esto parece que ya lo dijo el mismísimo Gangdhi, que era poco sospechoso de materialista).
Pero ese sentimiento nace seguramente del desconocimiento del origen y la naturaleza del dinero. Por eso quiero hacer un breve repaso sobre esta cuestión, que de paso, espero que me sirva para elaborar en futuro post sobre la reforma monetaria y la restauración del patrón oro que algunos, como el mismísimo presidente del Banco Mundial, han comenzado a pedir calentado el terreno de esas reuniones de pastores de la que el ciudadano de a pie no puede esperar nada bueno, y que en la que lo mejor que nos puede pasar es que se se limiten a gastar nuestro dinero en fastos y copas.
¿Sabemos realmente qué es el dinero? ¿Por qué le damos tanto valor a esos asquerosos papelillos, manoseados y cargados de bacterias y otros bichos microscópicos indeseables -me quedará grabada para siempre la manía que me inculcó mi madre de lavarme las manos cada vez que tocaba el dinero-, que no aguantan ni un lavado de vaqueros y que salvo para usos poco saludables y recomendables apenas tiene utilidad práctica. Por no hablar de las monedas actuales, igual de manoseadas e infestadas de microorganismos, que deforman bolsillos y que tienden a acumularse en bandejitas, cajones y ceniceros de coche.
Para saber qué es el dinero, debemos conocer cómo se originó. Lo primero que hay que saber es que el dinero no lo inventó nadie. No, no fue ningún gobernante, comité de sabios o cámara de representación democrática quien, por decreto o mandato legislativo creó, el dinero. Antes bien, al igual que las otras grandes instituciones humanas, como son el lenguaje, el derecho, el comercio o la familia, la institución del dinero se gestó de manera evolutiva a lo largo de un periodo de tiempo dilatadísmo, sin que podamos datar su origen en ninguna fecha concreta.
Tendríamos que retrotraernos a los orígenes de la civilización, donde los primeros grupúsculos de humanoides descubren que colaborando entre ellos y dividiéndose y repartiéndose el trabajo -ya se sabe, lo de cazadores y recolectores- llegaban mucho más lejos que dándose tortas y haciéndolo todo ellos mismos en plan yo me lo guiso, yo me lo como. Es decir, el homo algo, no sabemos si sapiens o ya se daba en alguna especie anterior, se debió dar cuenta que en su tribu había quien era mucho más eficiente que él curtiendo pieles o tallando piedras de sílex, mientras que si esos individuos salían de caza, no volvían ni con un conejo anciano y cojo, de lo escasas que eran sus habilidades cinegéticas.
Pues bien, ahí debió comenzar el primer intercambio de bienes en forma de trueque. A buen seguro, gracias a este comercio primitivo y a la división del trabajo, aquella protosociedad comenzó a progresar. En cierto modo, la especialización le permitió al hombre producir de su especialidad más de lo que necesitaba para consumir -fueran mamuts cazados, taparrabos de piel de gacela o lanzas con punta de sílex- intercambiando lo sobrante para adquirir otros productos cuya manufactura a él le resultaba considerablemente más complicada por su torpeza en la materia.
De este modo, en agregado, el pequeño grupo es capaz de producir más trabajando de esta forma especializada, que si lo hiciera de la manera autárquica. Pues bien, a medida que el grupo se hace más productivo, es capaz de producir más bienes que los que necesita para el consumo inmediato. El no tener que salir cada día de caza a por alimento y pieles para vestirse les permite establecerse en un sitio fijo y dedicar el tiempo sobrante a ensayar nuevas formas de producción de comestibles -o sea, plantar tomates y esperar a que crezcan y maduren- e incluso establecer con más facilidad almacenes de materias primas, ganado e instrumentos y herramientas más elaborados y voluminosos que cuando eran nómadas no se podían permitir cargar con ellos de aquí para allá.
¿Y qué tiene que ver esto con el dinero, se pregunta el lector? No, no estoy divagando -para variar- así que pido un poco de paciencia que en seguida llegamos. Porque una vez establecidos, probablemente en un valle entre las montañas, unos grupos entrarían tarde o temprano en contacto con otros. Al principio, sin duda se darían de tortas hasta en el carnet de troglodita, pero al cabo del tiempo, descubrirían que resultaba una práctica mucho más saludable intercambiar vacas que mamporros y así debieron comenzar a comerciar entre tribus utilizando la misma práctica del trueque. Evidentemente esto de que se dieron cuenta es una manera de hablar. Seguramente, los grupos que hacían esto, en un proceso evolutivo de selección social, sobrevivieron a los que seguían dándose palos, y de éstos, según iban quedando, sí que descubrían que les iba mejor imitando a los primeros -por aquello de que la letra con sangre entra.
Pero claro, esto del trueque -pese a que, como decía antes, hay más de un iluminado que defiende que volvamos a esta primitiva práctica hoy en día- tiene importantes limitaciones prácticas. Para empezar, tiene que darse una doble coincidencia de necesidades. Es decir, el zapatero hambriento tenía que localizar al panadero descalzo para comer pan ese día.
La cuestión fue en parte resuelta -también evolutivamente- al “inventarse” el mercado físico. Es decir, el establecer por convención un lugar, un día y una hora donde todo el mundo acudiría a intercambiar los bienes que les sobraban por los bienes que necesitaban. Aun así, era un rollo, porque el zapatero necesitaba comer pan todos los días, pero sin embargo el panadero, con cambiar de zapatos cada dos o tres lunas le valía. ¿Qué podía hacer el zapatero? ¿Comprarle pan para tres meses al panadero cuando no se había inventando el congelador ni el microondas aún?
Pues bien, esta segunda cuestión se solventó al descubrirse espontáneamente el cambio indirecto -por oposición al trueque, que es cambio directo. Es decir, alguien descubrió que era mucho mejor cambiar sus productos por otro bien que, aunque no le fuera útil para consumirlo directamente, sí que resultaba más sencillo de cambiar en el mercado de la plaza. Y esto fue así porque de alguna manera notó que éste cambiaba de manos con mayor frecuencia.
Así, hubo algunos bienes que a su función principal, su uso industrial podemos llamar, unieron otra función como “facilitador” del trueque. En las diferentes civilizaciones ha habido muchos bienes de este tipo: grano de diversos tipos de cereal, cabezas de ganado -pecuniario viene del latín pecus, que significa rebaño o ganado-, pequeñas piezas de metal, saquitos de sal -de donde viene la palabra salario-, etc. Por lo tanto, a la demanda de estos productos para ser consumidos -en forma de harina, filetes, joyas, condimentos-, se les sumó otra demanda adicional, la de su uso como medio de intercambio.
Es importante notar que gracias a esta nueva “técnica” de comercio, una vez más, se vuelve a multiplicar la capacidad productiva del hombre. Sencillamente porque le da una vuelta de tuerca más a la especialización y la división del trabajo -aunque deberíamos decir, la división del conocimiento. En efecto, al facilitarse los intercambios, estos se multiplican, facilitando que las sociedades se vuelvan más productivas y fabriquen cada vez más utensilios de un tipo y se inventen nuevos productos, lo que a su vez aumenta el número de intercambios y, con ello, la demanda del bien utilizado como medio. Así, poco a poco y paulatinamente, para alguno de estos bienes de intercambio, este tipo de demanda se solapa hasta que supera a la industrial, terminando por imponerse. Llega un momento que el bien en cuestión es generalmente aceptado como medio de intercambio.
Y es entonces cuando se convierte en dinero, que es la definición que le dan los economistas: “dinero es todo medio de intercambio general y comúnmente aceptado”.
Visto así, nadie puede negar la función social altamente beneficiosa del dinero, dado que fue lo que permitió ampliar las fronteras del comercio y con él, las interacciones -pacíficas- entre grupos diversos de humanos. Inicialmente entre las tribus de un valle con las del valle de al lado, luego con las de más allá, río abajo, y después con las de la otra orilla del mar. Y es que en el fondo, la globalización empezó mucho antes de lo que nos imaginamos. Pero no sólo amplió el comercio: al poner en contacto a diferentes pueblos que tenían que comunicarse entre sí, sin duda el dinero tuvo un importante impacto en la evolución del mismo lenguaje. Y con el incremento del número y complejidad de los intercambios comerciales, también hubo que establecer una serie de normas que regularan los acuerdos, por lo que podría decirse que el dinero contribuyó al desarrollo del derecho.
O dicho de otra forma, que frente a las ideas políticamente correctas sobre la maldad del dinero, si lo pensamos, en realidad el vil metal nos ha traido a la Humanidad bastante más consecuencias positivas que negativas.
P.D. En un próximo post hablaremos de cómo el oro llegó a convertirse en dinero y lo fue durante buena parte de la historia conocida de la civilización, para después ser corrompido por la acción de los gobernantes, que se lo expropiaron a la Humanidad, reemplazándolo por esos papelillos sin valor de los que hablaba al principio del post. Fue en ese momento cuando afloró lo realmente malo del dinero, pero eso es tema de otra entrada…
Nota sobre el post: Esta entrada está basada en el epígrafe “Naturaleza y origen del dinero” del capítulo sobre la Teoría del Dinero de los Principios de Economía Política de Carl Menger, economista vienés a quien se le considera como el fundador de la Escuela Austriaca de Economía, así como en las clases del Prof. Jesús Huerta de Soto.
Nota sobre el título: Se trata de un fragmento del código de Justiniano, que a su vez es una compilación de textos de los jurisconsultos romanos. Este pasaje en concreto (el 1,1 del libro 18 del Digesto), que busca una explicación al origen del dinero, corresponde al jurista Paulo y la frase completa dice así: “Sed quia non semper nec facile concurrebat, ut, cum tu haberes quod ego desiderarem, invicem haberem quod tu accipere velles, electa materia est, cuius publica ac perpetua aestimatio difficultatibus permutationum aequalitate quantitatis subveniret“. En traducción de García del Corral: “Pero porque no siempre, ni fácilmente, ocurría, que cuando tú tuvieses lo que yo deseara, yo a mi vez tuviera lo que tú quisieras recibir, se eligió una materia, cuya pública y perpetua estimación subviniese con la igualdad de cantidad a las dificultades de las permutas“.