En pleno escándalo de corrupción sobre los supuestos papeles de Bárcenas, los sobre-sueldos de los cuadros del PP, el confetti de las fiestas de Ana Mato, etcétera, y sin que se hayan resuelto temas como los ERE del PSOE en Andalucía o la, camino de convertirse, proverbial corrupción de la oligarquía catalana, me ha parecido apropiado dedicar el post quincenal en El Confidencial a indagar sobre el origen de la corrupción y la forma más efectiva de combatirla, que no pasa por poner un policía en la chepa de cada político, o por restringir aún más la libertad individual con regulaciones que, lejos de resolver el problema, quizás generan más incentivo aún para este tipo de prácticas.
Aquí os dejo el arranque del artículo. Si queréis saber a qué viene lo de Dorian Grey, no tenéis más que leer el resto 😉
Seguramente ustedes conocen la novela El retrato de Dorian Gray, escrita y publicada por Oscar Wilde en 1890. El relato está protagonizado por el propio Dorian, un joven seducido por una visión hedonista del mundo que, convencido de que lo único que importa en la vida es la belleza y la satisfacción de los sentidos, desea mantenerse siempre con el mismo aspecto con el que le retrató Basil Hallward. Su deseo se ve cumplido, pero como contrapartida es su propia imagen sobre el lienzo, que da título a la obra, la que va envejeciendo y corrompiéndose tras cada uno de los crímenes y actos perversos que comete en su búsqueda permanente del bienestar.
Leer el texto completo aquí.
Por cierto, no me resisto a copiar aquí un pasaje de la novela de Wilde en el que Dorian Gray le enseña el retrato a su pinto, Basil Hallward:
-¿No te atreves? En ese caso lo haré yo -dijo el joven, arrancando la cortina de la barra que la sostenía y arrojándola al suelo.
De los labios del pintor escapó una exclamación de horror al ver, en la penumbra, el espantoso rostro que le sonreía desde el lienzo. Había algo en su expresión que le produjo de inmediato repugnancia y aborrecimiento. ¡Dios del cielo! ¡Era el rostro de Dorian Gray lo que estaba viendo! La misteriosa abominación aún no había destruido por completo su extraordinaria belleza. Quedaban restos de oro en los cabellos que clareaban y una sombra de color en la boca sensual. Los ojos hinchados conservaban algo de la pureza de su azul, las nobles curvas no habían desaparecido por completo de la cincelada nariz ni del cuello bien modelado. Sí, se trataba de Dorian. Pero, ¿quién lo había hecho? Le pareció reconocer sus propias pinceladas y, en cuanto al marco, también el diseño era suyo. La idea era monstruosa, pero, de todos modos, sintió miedo. Apoderándose de la vela encendida, se acercó al cuadro. Abajo, a la izquierda, halló su nombre, trazado con largas letras de brillante bermellón.
Se trataba de una parodia repugnante, de una infame e innoble caricatura. Aquel lienzo no era obra suya. Y, sin embargo, era su retrato. No cabía la menor duda, y sintió como si, en un momento, la sangre que le corría por las venas hubiera pasado del fuego al hielo inerte. ¡Su cuadro! ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué había cambiado? Volviéndose, miró a Dorian Gray con ojos de enfermo. La boca se le contrajo y la lengua, completamente seca, fue incapaz de articular el menor sonido. Se pasó la mano por la frente, recogiendo un sudor pegajoso.
Su joven amigo, apoyado contra la repisa de la chimenea, lo contemplaba con la extraña expresión que se descubre en quienes contemplan absortos una representación teatral cuando actúa algún gran intérprete. No era ni de verdadero dolor ni de verdadera alegría. Se trataba simplemente de la pasión del espectador, quizá con un pasajero resplandor de triunfo en los ojos. Dorian Gray se había quitado la flor que llevaba en el ojal, y la estaba oliendo o fingía olerla.
Nota: La imagen del post corresponde a un fotograma de la adaptación al cine de la novela. La película, del mismo título que la novela, es de 1945. En 2009 hubo un remake que no he visto.